Hilaire, Constantine and Benjamin et al. Case, Judgment of June 21, 2002, Inter-Am. Ct. H.R., (Ser. C) No. 94 (2002).
1. El punto de
mayor relevancia y complejidad en este caso atañe a la incompatibilidad de
la Offences against the Person Act de Trinidad y Tobago, de 3 de abril
de 1925 --mencionada en la sentencia como Ley de Delitos contra la Persona [1] --
con la Convención Americana sobre Derechos Humanos. A este respecto, la Corte
resolvió por el voto unánime de sus integrantes
--con el que concurro a través de este Voto razonado-- que dicha ley nacional es incompatible con el
artículo 4, párrafos 1 y 2, de aquella Convención. Esto implica, a la luz
del artículo 2 del Pacto de San José, que el Estado debe adoptar las medidas
pertinentes --en la especie, medidas
legislativas, puesto que la violación se localiza en un acto de esta naturaleza,
que a su turno determina otros actos-- para conformar su orden interno con las estipulaciones
de la Convención Americana.
2. Para lo anterior
no obsta ninguno de los siguientes hechos: a) que Trinidad y Tobago se hubiese
incorporado como Estado Parte en la Convención y hubiera admitido la jurisdicción
contenciosa de la Corte bajo ciertas reservas o declaraciones limitativas
de la misma jurisdicción; b) que el
Estado hubiera denunciado la Convención el 26 de mayo de 1998, y c) que la
Constitución de Trinidad y Tobago, de 1976, prevenga que ninguna norma anterior
a su vigencia --como lo es la Ley de Delitos contra la Persona, de 1925--
puede ser objeto de impugnación constitucional.
En efecto, la
Corte ha examinado y rechazado --por
una parte-- la eficacia de la reserva
o declaración limitativa formulada por Trinidad y Tobago, considerando que
por su carácter excesivamente general[2]
resulta contraria al objeto y fin de la Convención, y supedita ampliamente
el desempeño jurisdiccional de la Corte a las normas nacionales y a las decisiones
de órganos internos, y en este sentido contraviene principios del Derecho
internacional[3]. El Tribunal ha resuelto asimismo
--por otra parte-- que el Estado se halla obligado a observar la
Convención en lo que respecta al caso sub judice, toda vez que la denuncia
del tratado se hizo el 26 de mayo de 1998, y por ello tuvo efecto el 26 de mayo de 1999 --conforme al artículo 78 de la Convención--,
en tanto que los hechos violatorios del Pacto ocurrieron antes de esta última
fecha[4].
Finalmente, la Corte ha hecho ver, en la misma sentencia a la que asocio mi
Voto razonado, que el Estado no puede invocar disposiciones de su Derecho
interno para evitar el cumplimiento de obligaciones convencionales internacionales[5]. Tómese en cuenta, además, que Trinidad y
Tobago ratificó el Pacto de San José el 28 de mayo de 1991, mucho tiempo después
de la promulgación de su ley fundamental.
3. La incompatibilidad
de la Ley sobre Delitos contra la Persona con respecto a la Convención Americana,
que me propongo examinar ahora y que la Corte ha analizado y resuelto en su
sentencia, surge de la inconsecuencia entre los términos en que ese ordenamiento
previene y sanciona el homicidio intencional, conminado con lo que en el proceso
se denomina mandatory penalty of death --pena de muerte obligatoria--, y las
estipulaciones que en torno a la pena capital contiene la Convención en dos
fórmulas del artículo 4. De ahí que implique violación del artículo 2 del
Pacto de San José, en relación con el artículo 4, párrafos 1 y 2 (a los que pudiera añadirse --como veré infra-- la contenida en el párrafo 6 de ese mismo precepto).
El párrafo 1 del
citado artículo 4 señala, en lo pertinente,
que “(n)adie puede ser privado de la vida arbitrariamente” (el
énfasis es mío); y el párrafo 2 dispone, también en lo pertinente, que “(e)n
los países que no han abolido la pena de muerte, ésta sólo podrá imponerse
por los delitos más graves” (el énfasis es mío). He aquí, pues, dos
restricciones terminantes a la imposición de la pena capital: una tiene que
ver con la extrema gravedad de los delitos a los que se asocia aquélla,
y la otra prohibe la arbitrariedad en la privación de la vida. En mi
concepto, la Ley de Delitos contra la Persona no respeta estas restricciones,
y por ende pugna con la Convención Americana que el Estado asumió, a título
de compromiso del que emanan sendos deberes, cuando se constituyó como parte
en ese tratado internacional.
4. Antes del examen
de estas incompatibilidades, conviene recordar que el Pacto de San José no
suprime la pena capital. Esta posibilidad, largamente requerida, proviene
de otros actos nacionales e internacionales[6].
Aun así, la Convención Americana recoge y comparte la tendencia abolicionista
de la pena de muerte, y en su propio momento y circunstancia introduce rigurosas
restricciones --como la contenida en
el artículo 4.1--, opone obstáculos para la reimplantación de esta pena y
abre vías para obtener la
reconsideración de las
condenas correspondientes[7]. En tal virtud, la interpretación del Pacto de
San José en esta materia debe tomar en cuenta la orientación general del tratado --el espíritu, que se manifiesta claramente
en la letra-- y asumir, por ello, un criterio de máxima exigencia.
Esto lleva a ejercer la interpretación más estricta
de las normas convencionales que rigen
en este ámbito.
Lo anterior no
significa --hay que destacarlo-- que en este caso se pretenda interpretar la Convención
para abolir la pena capital. Esa pretensión no existe en la sentencia
ni en mi Voto razonado, que responden sólo a los términos en que la
Convención Americana regula el tema, independientemente del criterio personal
que se sustente sobre este punto, ante el que difícilmente se podría mantener
una posición neutral para efectos de lege ferenda[8], aunque a la hora de aplicar judicialmente
una norma específica --en la especie,
la Convención Americana--
sea preciso atenerse a la lege lata, como efectivamente lo ha
hecho la Corte en cumplimiento de sus deberes jurisdiccionales, y lo hago
yo en el presente Voto. En tal virtud, no planteo aquí cuestión alguna
sobre la legitimidad y la utilidad de la pena capital.
5. También procede
observar que las conclusiones a las que se llegue en este caso, como en otros
referentes a delitos que se han volcado sobre seres inocentes y alarmado a
la sociedad, no significa indiferencia o desentendimiento de la necesidad
de actuar con rigor, energía y eficacia en la lucha contra el crimen. El Estado
tiene el deber --una obligación primaria,
nuclear, esencial-- de brindar a los
ciudadanos seguridad y justicia, que se ven seriamente comprometidas donde
la delincuencia avanza. En este orden de cosas, no se puede menos que expresar
solidaridad con la sociedad agraviada --y
en ella, particularmente, con las víctimas de los delitos-- y respaldo hacia
las acciones legítimas que se despliegan para protegerla. Con frecuencia se
ha hecho ver que el destierro de la impunidad y la consecuente certeza del
castigo permitirían mejores avances en la lucha contra la delincuencia que
la mera agravación de las penas. Esta idea de nuestros clásicos sigue presente
en el pensamiento contemporáneo[9].
6. Desde luego, puede
haber una violación
del derecho a
la vida inclusive cuando las víctimas aún no han sido privadas de ésta.
El derecho a la vida --como cualquier otro derecho-- puede verse afectado en un iter que transita
por diversas etapas, comunicadas e identificadas, todas ellas, por un designio
común que les confiere naturaleza y sentido: suprimir la vida de un sujeto.
El último momento en este iter se concreta en la privación misma de
la vida, máxima afectación de aquel derecho. Antes puede haber otros momentos:
todos los que, conforme a las circunstancias, atienden a ese objetivo y conducen
a él. Tal es el caso de una norma general contraria a la Convención Americana
(o bien, a la Constitución del Estado, cuando se trata de asuntos del Derecho
interno): la norma puede ser cuestionada jurisdiccionalmente antes de que
se produzcan, por ejecución, las consecuencias que puede acarrear en un caso
concreto.
Se ha sostenido
que una ley anticonvencional no puede
ser combatida en sí misma (como lo puede
ser, con frecuencia, una ley inconstitucional en el plano interno), antes
de que se aplique en la realidad y por ello la amenaza que entraña se convierta
en un hecho consumado. Alguna vez, la Corte Interamericana ha sostenido que
su potestad jurisdiccional en asuntos contenciosos se ejerce sobre actos del
Estado ejecutados sobre personas determinadas[10],
pero también ha dicho --y explicado-- que existe la posibilidad de que una
ley viole, per se, el pacto internacional[11].
Es pertinente
observar que una ley puede ser, en sí misma, atentatoria contra el derecho
a la vida, como puede serlo contra el derecho a la nacionalidad, a la personalidad
jurídica, a la propiedad, a la familia, a la integridad, etcétera, aun cuando
todavía no se haya aplicado en un caso concreto. Por el dato mismo de la ley
--a partir de la vigencia de ésta--
el bien jurídico de la vida queda expuesto, comprometido, en peligro[12].Tómese
en cuenta que la tutela judicial se puede y se suele anticipar en el caso
de quien teme la aplicación de una ley cuestionable y busca precaverse frente
a ella: no sólo se impugnaría el hecho consumado, sino la norma que autoriza
su realización futura. Este es el espacio en el que se mueve la justicia constitucional.
El sistema interamericano marcha en esa dirección cuando abre la posibilidad
de adoptar medidas provisionales, de orden cautelar o precautorio, para evitar
daños irreparables a las personas.
Ahora bien, en
el presente caso no sólo existe una ley contraventora, por sí misma, de la
Convención Americana, lo cual desencadenaría las consideraciones a las que
antes me referí y podría justificar --desde
la perspectiva de un sector de la doctrina-- el conocimiento y la decisión
del tribunal internacional. Se ha dado un paso más en el iter: la ley
fue aplicada por medio de la sentencia[13];
ésta ya resolvió, de manera individualizada e imperativa, que se debe privar
de la vida a cierta persona. El derecho del condenado, que se hallaba
potencialmente comprometido por la ley, acabó por encontrarse actualmente
afectado por la sentencia. Para aquél, la supresión de su vida no es una mera
posibilidad, sino una realidad inminente hacia la que se enfila,
formal y explícitamente, el poder punitivo del Estado.
7. El primer punto
que me propongo examinar a propósito de la oposición entre la Ley sobre Delitos
contra la Persona y la Convención Americana es el relativo a la reserva de
la pena de muerte para los “delitos más graves”, que enuncia el artículo 4.2
de ese instrumento internacional. Hay que poner atención, pues, en la identificación
de esos delitos “más graves” dentro del orden penal de un tiempo y un espacio determinados. Es preciso
identificarlos y adoptar, en seguida, la consecuencia natural de una clasificación
de este género --diversidad de sanciones--,
que debiera informar la legislación criminal, por una doble razón y con un
doble designio: justicia y eficacia. El mismo clásico
que antes cité resumió bien esta preocupación: “Si se destina una pena
igual a los delitos que ofenden desigualmente la sociedad, los hombres no
encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer el mayor, cuando hallen en
él unida mayor ventaja”[14].
8. Quiero salir
al paso de una idea que se ha manejado en ocasiones y que propone identificar
a los delitos “más graves” como aquellos que la ley sanciona con pena capital,
la más severa de las penas[15].
Esta caracterización no es satisfactoria, y para los efectos de esta consideración
resulta, además, tautológica. Como es fácil advertir, si se acogiera ese criterio
la decisión sobre gravedad --que es también una decisión sobre bienes esenciales
y derechos básicos-- quedaría sujeta
a un arbitrio movedizo. Más bien que asociar la gravedad a la pena que se
dispone, habría que vincular ésta con la gravedad intrínseca del hecho. No
es la punibilidad lo que determina la gravedad, sino ésta lo que justifica
aquélla. En suma, es preciso colocar los términos de la cuestión en su orden
pertinente: precisamente el orden que brinde la mayor tutela a los derechos
humanos. Así, hay que leer algo más que el código penal para saber
cuáles pueden ser las conductas ilícitas de mayor gravedad, que luego, trasladadas
a ese código, merecerán las penas más elevadas que la legislación puede proveer.
9. El régimen
penal moderno, de raíz democrática y garantista, previene la tutela penal
de los bienes jurídicos más preciados contra los ataques o los peligros más
severos. El bien jurídico de mayor jerarquía es la vida humana, y el ataque
más intenso que se le puede dirigir es el homicidio: privación de la vida
de otra persona. Ahora bien, la Convención Americana no se refiere solamente
a los “delitos graves” --como lo es,
ciertamente, el homicidio--, sino a
los “delitos más graves”, es decir, a aquellos cuya gravedad se halla colocada
en el punto más alto de la pirámide, los que merecen el reproche más intenso,
los que afectan de manera más severa los bienes individuales y sociales, en
fin, los que por su insuperable gravedad pudieran acarrear una también
insuperable punición: la pena capital.
Esto sugiere explorar si es
posible que algunos supuestos de homicidio sean más graves que otros,
no en función del resultado de la conducta conforme al tipo penal --que es
el mismo en todos los casos: privación de la vida--, sino en virtud de que
aquélla revista determinadas características o se dirija a personas con cierta
condición específica. Se trataría, en suma, de establecer una graduación
en la gravedad de hechos que pudieran parecer, de primera intención, idénticos.
10. Un sistema
penal no evolucionado podría sancionar con las mismas penas muy diversas conductas.
Administraría indiscriminadamente las sanciones más severas como respuesta
a ilícitos de distinta gravedad. En cambio, un sistema desarrollado identifica
con mayor puntualidad --un cuidado que
es, en el fondo, garantía social e individual-- los diversos extremos de la conducta ilícita
que amerita sanción penal, y adapta ésta, en la mayor medida posible, a las
características del hecho y de la persona que lo realiza. Esto último se hace
por una doble vía, que se halla abierta en el Derecho penal moderno: a) la
estructuración de tipos penales diversos y específicos para captar conductas
diferenciables en función de sus características, aunque no lo sean en función
de su resultado, con la correspondiente previsión de punibilidades diferentes;
y b) la atribución al juzgador de la potestad de individualizar las penas
en forma consecuente con los datos del hecho y el autor, acreditados y apreciados
en el proceso, dentro de las fronteras --máxima
y mínima-- que aporta cada conminación
penal (punibilidad).
11. El homicidio
es siempre privación de la vida humana, pero no son idénticas todas las hipótesis
de homicidio, ni es uniforme la culpabilidad de los autores. En la realidad,
esa privación se practica o manifiesta de maneras muy diversas, que a su vez
se instalan en distintos rangos de gravedad. Todo ello da lugar a la existencia
de varios tipos penales, que describen hechos de diversa gravedad.[16]
En virtud de lo
anterior, la privación intencional de la vida (homicidio doloso) no se instala
solamente en un tipo penal, sino se recoge en varios tipos, a los que se asocian
punibilidades diferentes. Existen, por ello, un tipo básico de homicidio y
diversos tipos complementados en los que se depositan elementos
que reducen la gravedad y moderan la punibilidad, y elementos que incrementan
la gravedad y extreman la punibilidad.
Efectivamente,
la legislación penal suele prever --desde
hace mucho tiempo, y muy ampliamente en la hora actual-- al lado del llamado
homicidio básico o fundamental, otros tipos en los que figuran esos elementos
agravadores: en función del vínculo entre los sujetos activo y pasivo (parricidio),
de la situación en que se colocó el agente para privar de la vida a la víctima
(homicidio calificado por la ventaja o la traición), del móvil que impulsa
la conducta del autor (homicidio calificado por el propósito de obtener una
remuneración o de satisfacer objetivos bastardos), de los medios empleados
(homicidio calificado por el empleo de explosivos y otros instrumentos devastadores),
etcétera.
Es evidente que
en todos esos casos nos hallamos ante un homicidio, pero también lo es que
resulta perfectamente posible, y además necesario y justificado, advertir --para efectos penales precisos-- diversos planos de gravedad en esas conductas
que privan de la vida a otro. Este deslinde en
cuanto a la gravedad trae consigo una consecuencia directa en lo que
toca a la reacción penal: diversa punibilidad. El juzgador se atiene tanto
a: 1) la diferencia objetiva que radica en la tipicidad del hecho, como a
2) el grado de culpabilidad del agente, otra cuestión relevante para este
caso y que debe hallarse presente en el ejercicio de individualización penal,
cuando la punibilidad --una previsión
genérica-- se transforma en punición --un dato específico de la condena[17].
La sanción se construye sobre ambos fundamentos.
12. Es útil proporcionar
algunos ejemplos a este respecto, tomados de la legislación de países americanos
en los que se conserva la pena de muerte. En éstos es bien conocida la graduación
de las hipótesis de privación de la vida según la gravedad que cada una reviste:
del homicidio simple al parricidio. En todos ellos, diversas punibilidades
corresponden a diversas gravedades[18].
En tales casos[19] no hay nada parecido a una pena de muerte
obligatoria, en el sentido que se da a esta expresión en el asunto al
que se refiere el presente Voto.
El que mate a
otro será sancionado con uno a diez años de prisión, dispone el artículo 251
del Código Penal de Bolivia; y lo será con pena de muerte --ordena el artículo 252--, el que mate a sus
descendientes, el que prive de la vida con premeditación, alevosía o ensañamiento,
el que lo haga en virtud de precio, dones o promesas o por medio de substancias
venenosas u otras semejantes, etcétera. Conforme al Código Penal de Chile,
el homicidio no calificado será penado con presidio mayor en sus grados mínimo
a medio; quien prive a otro de la vida con ciertas calificativas (alevosía,
por premio o promesa remuneratoria, por medio de veneno, con ensañamiento,
con premeditación), lo será con presidio mayor en su grado medio a presidio
perpetuo (artículo 391, incisos 2º. y 1º., respectivamente); y quien mate
a su padre, madre o hijo, a cualquier otro de sus ascendientes o descendientes
o a su cónyuge, lo será con presidio mayor en su grado máximo o muerte (artículo
390). Bajo el Código Penal de Guatemala, se impondrá prisión de quince
a cuarenta años a quien diere muerte a una persona (artículo 123); y se sancionará
--bajo el título de homicidios calificados-- con prisión de veinticinco
a cincuenta años al parricida y a quien incurra en asesinato (homicidio calificado
por diversos elementos), pero en ambos supuestos se impondrá al delincuente
pena de muerte “si por las circunstancias del hecho, la manera de realizarlo
y los móviles determinantes se revelare una mayor y particular peligrosidad
del agente” (artículos 131 y 132).
13. Una vez formuladas
las consideraciones precedentes, recordemos que el artículo 4 de la Ley sobre
Delitos contra la Persona, de Trinidad y Tobago, ordena que “(e)very person
convicted of murder shall suffer death”. Así se dispone la llamada pena
de muerte obligatoria para una amplia --y
heterogénea-- gama de conductas homicidas,
en las que objetivamente sería posible identificar --como lo han hecho los códigos antes citados,
así como otros muchos ordenamientos antiguos y modernos-- distintos grados de gravedad. Con ello se desatiende
la regla de que la pena de muerte “sólo podrá imponerse por los delitos más
graves” (artículo 4.2 de la Convención), esto es, solamente por aquéllos que
se hallan en la cúspide de una pirámide que se eleva de lo menos grave a lo
más grave.
Evidentemente,
al prevenirse así la punibilidad general del homicidio intencional, queda
predeterminado el rumbo de la jurisdicción penal nacional: los tribunales
carecen de la posibilidad de apreciar las particularidades de los homicidios
y disponer, como consecuencia lógica y jurídica de las diferencias, sanciones
igualmente diversas. Los aspectos negativos de la homogeneidad penal dispuesta
donde hay heterogeneidad de hechos, que ameritarían proporcionalidad e individualización,
ha sido ampliamente examinada --desde su propia perspectiva-- por la jurisprudencia del Judicial Committee
del Privy Council[20].
14. El propio
legislador de Trinidad y Tobago ha advertido la necesidad de graduar la pena
en función de la gravedad de los delitos de homicidio, superando desde luego
la antigua fórmula de la Ley sobre Delitos contra la Persona. En efecto, el
Poder Legislativo del Estado aprobó la Offences against the Person (Amendment)
Act, 2000, que reforma a la Ley sobre Delitos contra la Persona y que
aún no ha entrado en vigor[21].
En los términos de esta enmienda, habría tres categorías de homicidio, a saber:
capital murder o murder 1, murder 2 y murder 3. La
primera abarca los supuestos de mayor gravedad: homicidios calificados con
elementos que regularmente traen consigo, como se observa en Derecho comparado,
la máxima penalidad y que en la especie se hallan sancionados con pena capital;
homicidios de menor gravedad, con otras características, que se sancionan
con prisión perpetua, y homicidios culposos[22]. Esta regulación ya aparece en el Derecho
correspondiente a otros Estados de la región, que tipifican con pormenor diversas
hipótesis de privación intencional de la vida[23].
15. Examinada
la incompatibilidad que existe entre la legislación penal de Trinidad y Tobago
y el artículo 4.2 del Pacto de San José, procede estudiar la que priva entre
aquel mismo ordenamiento y el artículo 4.1, que proscribe la privación “arbitraria”
de la vida. Para ello es pertinente recuperar el sentido amplio del concepto
de arbitrariedad --que no se
concentra solamente, por lo que toca a los supuestos que ahora examino, en
la ejecución extrajudicial, aunque ésta sea una de sus más flagrantes manifestaciones--,
y proyectarlo sobre el asunto que nos ocupa.
Con anterioridad,
la Corte ha entendido que “(l)a expresión ‘arbitrariamente’ excluye, como
es obvio, los procesos legales aplicables en los países que aún conservan
la pena de muerte”[24].
Sin embargo, es necesario acotar el alcance de una afirmación tan amplia,
que pudiera extender su efecto a situaciones que ameritan deslinde. Desde
luego, no puede calificarse como arbitraria, en los términos de la Convención,
la muerte impuesta o infligida a un sujeto conforme a normas de fondo y forma
que se ajustan a los principios que deben informarlas, y mediante juicio seguido
ante autoridad competente, en el que se observen todas las garantías del debido
proceso. Este descargo parece inadecuado, en cambio, cuando no ha ocurrido
tal cosa, aunque en la especie no se trate de ejecución extrajudicial ni exista
empleo excesivo de la fuerza al margen de mandamientos judiciales.
16. Si nos atenemos,
con visión superficial, al hecho de que la pena de muerte se halla prevista
en una ley y su aplicación a los casos concretos proviene de una sentencia
judicial emitida por un tribunal competente, pudiera parecer excesiva la calificación
de arbitrariedad en el caso que ahora nos ocupa. En cambio, esa calificación
se justifica si se utilizan algunas referencias plenamente acreditadas ante
la Corte Interamericana y expuestas en la sentencia expedida por ésta, a saber:
a) la prevención de pena de muerte, tabula rasa, para cualesquiera
homicidios intencionales, sin miramiento hacia las diversas características
que éstos revisten, como se ha dicho en puntos anteriores del presente Voto:
este dato --la existencia de una ley arbitraria-- tiñe de arbitrariedad las
condenas y, por supuesto, las eventuales ejecuciones; b) la aplicación de
la pena de muerte mediante juicios que no satisfacen, en modo alguno, ciertas
exigencias del debido proceso legal[25],
como son las concernientes al plazo razonable para resolver la controversia
y a la provisión de asistencia legal adecuada;
c) la inoperancia real, en los casos concretos, del derecho a solicitar --y, se entiende, a gestionar y sustentar--
la amnistía, el indulto o la conmutación de la pena; y d) la ejecución
de una persona --Joey Ramiah-- que se hallaba protegido por medidas provisionales
ordenadas por la Corte; una ejecución antes de que hubiera un pronunciamiento
de los órganos del sistema interamericano de protección de los derechos humanos
constituye --como dijera el Comité Judicial
del Privy Council-- una “violación de
los derechos constitucionales” de los solicitantes[26].
17. En esta línea
de reflexiones, deseo comentar la violación del artículo 4.6 de la Convención,
que también se establece en la sentencia. Esa norma, ubicada bajo el epígrafe
del “Derecho a la vida” --que es la materia de protección en el conjunto
del artículo, integrado por seis párrafos--, señala que “toda persona condenada a muerte tiene
derecho a solicitar la amnistía, el indulto o la conmutación de la pena, los
cuales podrán ser concedidos en todos los casos (...)”.
Semejante derecho
--para que lo sea verdaderamente y no quede como simple
declaración-- supone que el sujeto tenga expedita una auténtica posibilidad
de pedir y obtener la revisión y modificación de la situación jurídica creada
por la sentencia condenatoria. No tendría sentido que el derecho se instituyera
con un carácter puramente formal, que en este caso sería trivial: la mera
facultad de pedir, que se agota en si misma. El derecho debe poseer un contenido
y un sentido razonables. Esto significa que el sujeto debe contar con la posibilidad
jurídica y
material de expresar
su petición --que es una pretensión-- ante una autoridad competente
para resolverla en
cuanto al fondo,
y aportar los elementos que conduzcan a satisfacerla, en la inteligencia de
que es factible --aunque difícil e incierta--
una respuesta favorable. Esto no ocurrió en el caso sub judice, porque
los reos no contaron con la oportunidad de sustentar su petición con elementos
de juicio que la sostuvieran y favorecieran, ni la de tramitarla con la indispensable
asistencia legal; más aún, su planteamiento se hallaba condenado de antemano
al fracaso: inevitablemente tropezaría con el infranqueable muro de la pena
de muerte “obligatoria”.
En la situación
que nos ocupa, la ineficacia absoluta de la petición de amnistía, indulto
o conmutación puede ser analizada desde dos perspectivas, válidas ambas: por
una parte, como violación del derecho a la vida en los términos del precepto
que contiene la facultad; y por otra parte, como violación del debido proceso,
en cuanto no lo hubo en la tramitación de la solicitud: ni audiencia, ni pruebas
ni alegaciones que abrieran la menor posibilidad de acceder al fin solicitado.
De ahí que la Corte estimara, con razón a mi juicio, que en esta hipótesis
hubo una múltiple violación: de los artículos 4.6 y 8, en relación con el
1.1.
18. Otro punto
al que quiero referirme ahora es el correspondiente al régimen de detención,
que en las circunstancias de este caso resulta violatorio del artículo 5,
párrafos 1 y 2, de la Convención Americana. En este orden hay que tomar en
cuenta que el Estado es garante de los derechos de los detenidos, y por ende
responde, directa y plenamente, de la situación que éstos guardan[27].
La posición de garante que aquí ostenta el Estado deriva de que los detenidos
en prisiones, en espera de sentencia o en cumplimiento de una condena, se
hallan sujetos a un régimen minuciosamente regulado, aplicado y supervisado
por el Estado mismo, de manera tal vez más intensa que la que pudiera aplicarse
a cualquier otra categoría de sujetos.
En estos casos,
correspondientes a la institución total que es la prisión, los títulos
de los que resulta la condición de garante
del Estado son la orden de captura --o
sus equivalentes-- y la sentencia de
condena. Ambos actos de autoridad traen consigo la sustracción del sujeto
del medio libre en el que se ha desenvuelto y su colocación en un medio totalmente
distinto, en el que cada acto de la vida del interno se halla sujeto al control
del poder público. La función de garante implica: a) omitir todo aquello que
pudiera infligir al sujeto privaciones más allá de las estrictamente necesarias
para los efectos de la detención o el cumplimiento de la condena, por una
parte, y b) proveer todo lo que resulte pertinente --conforme a la ley aplicable-- para asegurar los fines de la reclusión: seguridad
y readaptación social, regularmente, por la otra.
19. No se carece
de referencias internacionales acerca del trato que debe darse a los individuos
sujetos a detención --detención legalmente
prevista--; en ellas se traza la frontera entre lo debido y lo indebido, lo
admisible y lo inadmisible. Esas referencias sirven como punto de partida
para puntualizar el espacio en el que actúa y los caracteres que tiene la
misión de garante atribuida al Estado[28].
El cotejo entre las previsiones de aquéllas y las realidades del sistema carcelario
permitirán conocer el grado de cumplimiento de los deberes públicos, que no
puede decaer por el hecho de que los sujetos a detención hayan incumplido
gravemente --y sean por ello merecedores
de pena-- las obligaciones que les impone
la vida social.
Evidentemente,
la prisión implica restricciones severas. No cuestiono ahora su pertinencia.
Dejo este punto fuera de mis actuales consideraciones. Sin embargo, es preciso
tomar en
cuenta que dichas restricciones tienen límites: más allá
de ellos, pueden convertirse --como
en efecto ha ocurrido-- en tratos crueles,
inhumanos o degradantes. Además, es preciso distinguir entre el régimen de
privación (cautelar y provisional) de la libertad que corresponde a quien
aún no ha sido condenado, del que atañe a quien ya lo ha sido. A favor de
aquél existe una presunción de inocencia que debe reflejarse en las condiciones
de detención, cuando se estime indispensable privarle de la libertad mientras
se desarrolla el proceso.
[1] Offences against the Person Act, del 3 de abril de 1925, aplicada por los tribunales del Estado para conocer y resolver diversos casos de homicidio sancionados con pena capital, que se han reunido --para los efectos del presente conocimiento por parte de la Corte Interamericana-- en el Caso Hilaire, Constatine y Benjamin y otros vs. Trinidad y Tobago.
[2] En el punto que ahora interesa, la reserva expresada por el Estado se concibió en los siguientes términos: “Con respecto al artículo 62 de la Convención, el Gobierno de la República de Trinidad y Tobago reconoce la jurisdicción obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que se estipula en dicho artículo sólo en la medida en que tal reconocimiento sea compatible con las secciones pertinentes de la Constitución de la República de Trinidad y Tobago, y siempre que una sentencia de la Corte no contravenga, establezca o anule derechos o deberes existentes de ciudadanos particulares”.
[3] Cfr. Caso Hilaire, Excepciones preliminares. Sentencia de 1º de septiembre de 2001 (con correspondencia en las sentencias sobre excepciones preliminares, de la misma fecha, dictadas en los Casos Constantine y otros, y Benjamin y otros), párrs. 78 y ss. Emití Voto razonado concurrente con respecto a estas sentencias, en la misma fecha en que fueron adoptadas.
[5] Esta disposición, que figura en el artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de 1969 (de la que Trinidad y Tobago no es Estado parte), constituye una regla del Derecho internacional consuetudinario. El enunciado contenido en el artículo 27 “hace al fundamento mismo del Derecho internacional, y cuenta a su favor con precedentes de significación”. De la Guardia, Ernesto, y Delpech, Marcelo, El Derecho de los tratados y la Convención de Viena, Buenos Aires, La Ley, 1970, p. 286. La propia Convención de Viena es, en esencia, una codificación del Derecho internacional preexistente, y por ello tiene efectos incluso para Estados que no lo han ratificado. Cfr. Harris, D. J., Cases and materials on International Law, London, Sweet & Maxwell, 1998, p. 765; Van Hoof, G.J.H., Rethinking the sources of International Law, Deventer, The Netherlands, Kluwer Law and Taxation Publishers, 1983, n. 464; en sentido semejante, Tunkin, Grigory, “Is general International Law Customary Law only?”, European Journal of International Law, vol. 4, no. 4, 1993, pp. 534 y ss. En cuanto a la jurisprudencia de la Corte Interamericana a propósito de la inoponibilidad del Derecho interno para cumplir obligaciones internacionales, cfr. Responsabilidad internacional por expedición y aplicación de leyes violatorias de la Convención (arts. 1 y 2 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Opinión Consultiva OC-14/94 del 9 de diciembre de 1994. Serie A, núm. 14, párr. 35, y Caso Castillo Petruzzi y otros, Cumplimiento de sentencia, 17 de noviembre de 1999, considerando 4.
[6] Así, entre estos últimos, el Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos relativo a la abolición de la pena de muerte, del 8 de junio de 1990, y el Segundo Protocolo facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, destinado a abolir la pena de muerte, aprobado por la Asamblea General de Naciones Unidas el 15 de diciembre de 1989.
[7] Catorce Estados suscriptores de la Convención Americana dejaron explícita constancia del deseo de abolir la pena de muerte, a través de un futuro Protocolo adicional a aquélla. Cfr. Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos, San José, Costa Rica, 7-22 de noviembre de 1969, Actas y Documentos, OEA/Ser.K/XVI/1.2, Washington, D. C., 1973, p. 467. La Corte hizo notar, en otra ocasión, que el artículo 4 del Pacto de San José “revela una inequívoca tendencia limitativa del ámbito de (la) pena (de muerte), sea en su imposición, sea en su aplicación”; y que “(e)n esta materia, la Convención expresa una clara nota de progresividad, consistente en que, sin llegar a decidir la abolición de la pena de muerte, adopta las disposiciones requeridas para limitar definitivamente su aplicación y su ámbito, de modo que éste se vaya reduciendo hasta su supresión final”. Restricciones a la pena de muerte (artículos 4.2 y 4.4 Convención Americana sobre Derechos Humanos). Opinión Consultiva OC-3/83 del 8 de septiembre de 1983. Serie A, núm. 3, párrs. 52 y 57.
[8] Dice Antonio Beristáin que la pena de muerte es un “tema radical” en el Derecho penal; influye en el conjunto del sistema y en todas las decisiones que a este respecto se adopten. Cfr. “Pro y contra de la muerte en la política criminal contemporánea”, en Cuestiones penales y criminológicas, Madrid, Reus, 1979, p. 579.
[9] “No es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas (...) La certidumbre del castigo (...) hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”, enseñó, más de dos siglos atrás, el reformador César Beccaria, De los delitos y de las penas, trad. Juan Antonio de las Casas, Madrid, Alianza Editorial, 1982, pp. 71-72.
[10] Cfr. Caso Genie Lacayo, Excepciones Preliminares, Sentencia de 27 de enero de 1995. Serie C, núm. 21, párr. 50
[11] En la OC-13, la Corte se refirió a formas de violación de la Convención Americana: omitiendo dictar normas a las que está obligado por el artículo 2º. de ese pacto, o dictando normas contrarias a la Convención. Ciertas atribuciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (arts. 41, 42, 44, 46, 47, 50 y 51 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, Opinión Consultiva OC-13/93 del 16 de julio de 1993. Serie A, núm. 13, párr. 26. En la OC-14, el tribunal distinguió entre leyes que no necesariamente afectan la esfera jurídica de personas determinadas, por hallarse sujetas a actos normativos posteriores, cumplimiento de condiciones o aplicación por funcionarios del Estado, y “leyes de aplicación inmediata”, en las que “la violación de los derechos humanos, individual o colectiva, se produce por el solo hecho de su expedición”. Responsabilidad internacional por expedición y aplicación de leyes violatorias de la Convención (artículos 1º y 2º de la Convención Americana sobre Derechos Humanos). Opinión Consultiva OC-14/94 del 9 de diciembre de 1994. Serie A, núm. 14, párrs. 41-43 y 49. En un caso contencioso, el tribunal estimó que determinada norma penal que niega a una categoría de procesados ciertos derechos que concede a otros, “per se viola el artículo 2º de la Convención Americana, independientemente de que haya sido aplicada en el presente caso”. Caso Suárez Rosero. Sentencia de 12 de noviembre de 1997. Serie C, núm. 35, párr. 98 y punto resolutivo 5. En el mismo sentido, cfr. Caso Castillo Petruzzi y otros, Sentencia de 30 de mayo de 1999. Serie C, núm. 52, párr. 205.
[12] No sobre recordar la enseñanza que a este respecto suministra el Derecho penal, con su propia técnica tutelar de bienes jurídicos: no se sanciona solamente la privación de la vida, sino también la tentativa de suprimirla, y en algunos casos inclusive el acuerdo o la conspiración (conspiracy) para hacerlo. La punición aparece en diversos momentos del iter criminis.
[13] En varios casos, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha determinado que se violó el derecho a la vida del condenado a muerte --no ejecutado todavía-- cuando la condena se dictó sin observar las garantías del debido proceso. Wright v. Jamaica, Communication No. 349/1989; Simmonds v. Jamaica, Communication No. 338/1988; Daniel Monguya Mbenge v. Zaire, Communication No. 16/1977; Little v. Jamaica, Communication No. 283/1988; y Henry v. Jamaica, Communication No. 230/1987.
[14] Beccaria, De los delitos y de las penas, cit., p. 37. El mismo autor advierte que la conminación de penas gravísimas para muchos delitos, acaba por impedir “la proporción esencial entre el delito y la pena”. Id., p. 73. En esta edición, anotada por Juan Antonio Delval, se recogen algunas observaciones pertinentes de Montesquieu. En una de ellas, éste expresa su asombro por el hecho de que haya “ciento sesenta (acciones) que un acto del Parlamento ha declarado crímenes capitales, es decir, que deben ser castigados con la pena de muerte”, y en este número figuran conductas de muy desigual gravedad (Observations d’ un voyageur anglais sur Bicêtre, 1788).
[15] En torno a este punto, cfr. las opiniones que recoge Rodley, Nigel S., The treatment of prisoners under International Law, Oxford University Press, 2nd. ed., 1999, p. 219.
[16] “Según la intensidad de la afectación al bien jurídico los tipos se clasifican en fundamentales o básicos y calificados (o cualificados). Los tipos fundamentales o básicos siempre lo son en relación con otros: son los que sientan el concepto fundamental de la conducta que se sanciona, en tanto que los calificados perfilan una modalidad circunstanciada más o menos grave. Si es más grave, por ser mayor la intensidad de afectación del bien o la antinormatividad (...) será calificado agravado, en tanto que en el supuesto contrario será calificado privilegiado”. Zaffaroni, E. Raúl, Tratado de Derecho penal, Parte general, Buenos Aires, EDIAR, t. III, 1981.
[17] Es aplicable, en buena medida, la reflexión de Ihering: “Al elemento objetivo del bien amenazado en la sociedad, se agrega por el delincuente el elemento subjetivo del peligro que para aquélla constituye, en razón a su voluntad de dañar y al procedimiento que ha elegido para ejecutar su delito. Todos los delincuentes culpables del mismo hecho no comprometen a la sociedad en igual grado”. El fin en el Derecho, Buenos Aires, Bibliográfica Omeba, 1960, p. 237.
[18] “Tradicionalmente el parricidio ha sido considerado como el más grave delito contra la vida, seguido del asesinato y el homicidio simple. Por eso aparecen en este orden, de mayor a menor, en nuestros códigos penales” (alude a legislación española). Ortego Costales, José, Teoría de la parte especial del Derecho penal, Salamanca, Ed. Dykinson, 1988, p. 240.
[19] Desde luego, no pretendo agotar los casos que pudieran ser invocados en este punto. En la exposición de estos ejemplos resumo los supuestos penales y omito detalles que extenderían innecesariamente las descripciones aportadas y no modificarían el valor de aquéllos. Cito los ordenamientos en los términos en que figuran en las publicaciones con que cuenta la Biblioteca de la Corte Interamericana-Instituto Interamericano de Derechos Humanos al tiempo en que redacto este Voto razonado. Si esos textos hubieran sido modificados con posterioridad, las reformas no afectarían la esencia del problema ni la eficacia intrínseca de los ejemplos.
[20] A este respecto, es interesante y significativa la sentencia en el caso Patrick Reyes v. The Queen, del 11 de marzo de 2002, asunto previamente conocido por la Corte de Apelaciones de Belice. Cfr., esp., párrs. 29, 30, 32, 34, 36 y 40-43 de dicha resolución emitida por la justicia británica.
[21] Esta ley de reforma fue aprobada por la Casa de Representantes el 13 de octubre de 2000 y por el Senado el 24 de los mismos mes y año, y entrará en vigor cuando sea promulgada por el Presidente de la República.
[22] Entre los elementos calificativos que agravan el homicidio y extreman la pena, figuran: que la víctima sea miembro de las fuerzas de seguridad, funcionario de prisión o funcionario judicial; que se prive de la vida a quien participa como testigo o jurado en un juicio criminal; que el delito se cometa con bombas o explosivos; que se delinca por la expectativa de retribución; que la crueldad en la comisión del delito acredite excepcional depravación; que se incurra en homicidio por motivos de raza, religión, nacionalidad o país de origen, etcétera (secciones 4D y siguientes).
[23] Cfr., por lo que toca a Jamaica, la Act to amend the Offences against the Person
Act (14
de octubre de 1992), que distingue entre capital murder, punible
con pena de muerte, y non-capital murder, sancionable con prisión
perpetua.
[24] Así, en el Caso Neira Alegría y otros, Sentencia de 19 de enero de 1995. Serie C, núm. 20, párr. 74.
[25] En la OC-16, la Corte hizo ver que cuando se afectan las garantías del debido proceso legal, “la imposición de la pena de muerte constituye una violación del derecho a no ser privado de la vida ‘arbitrariamente’, en los términos de las disposiciones relevantes de los tratados de derechos humanos (v.g. Convención Americana sobre Derechos Humanos, artículo 4º...), con las consecuencias jurídicas inherentes a una violación de esta naturaleza, es decir, las atinentes a la responsabilidad internacional del Estado y al deber de reparación”. El derecho a la información sobre la asistencia consular. Opinión Consultiva OC-16/99 de 1 de octubre de 1999. Serie A, núm. 16, punto 7.
[26] En Barren Roger Thomas and Haniff Hilaire v. Cipriani Baptieste (Commissioner
of Prisons), Evelyn Ann Peterson (Registrar of the Supreme Court) and
The Attorney General of Trinidad and Tobago, Privy Council Appeal
No. 60 of 1998 (resolución del 27 de enero de 1999), ese tribunal sostuvo:
“Their Lordships declare (...) that to carry out the death sentences imposed
on the appellants before the final disposal of their respectives applications
to the Inter American Commission and Court of Human Rights would be a breach
of their constitutional rights and orden that the carrying out of the said
death sentences be stayed accordingly”.
[27] Así lo ha señalado la Corte en el Caso Neira Alegría y otros, Sentencia de 19 de enero de 1995. Serie C, núm. 20, párr. 60, que se menciona en la sentencia a la que corresponde este Voto y en el que también se alude al criterio del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en Moriana Hernández Valenti de Bazzano vs. Uruguay, no. 5/1977 de 15 de agosto de 1979, párrs. 9-10.
[28] Así --y para referirme sólo a los instrumentos mejor conocidos-- mencionaré las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos (Ginebra, 1955), aprobadas por el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas el 31 de julio de 1957, y reformadas el 13 de mayo de 1977, el Conjunto de principios para la protección de todas las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión, adoptado por la Asamblea General de Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1988 (Res. 43/173), y los Principios básicos para el tratamiento de los reclusos, adoptados por la Asamblea General de Naciones Unidas el 14 de diciembre de 1990 (Res. 45/111).